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Una máquina para la memoria

No podemos olvidar lo que desconocemos; para olvidar debemos conocer. Por eso cuando decimos que alguien pierde la memoria, pensamos que ese “alguien” ha perdido algo que poseía.
Uno de los pasajes más célebres de Cien años de soledad evidencia esta relación entre memoria y olvido. Cuando a Macondo llega “la peste del insomnio”, la india Visitación le advierte a José Arcadio las consecuencias de no dormir: “Empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aún la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado”. La advertencia de Visitación se cumple y poco a poco Macondo se llena de papeles que tienen el nombre de las cosas: “mesa, silla reloj, chivo, gallina, puerco”. Incluso, José Arcadio piensa en construir una máquina para la memoria, concebida como un diccionario giratorio en el que estuvieran contenidos todos los conocimientos adquiridos y los necesarios para vivir. Escribe cerca de catorce mil fichas.
Al igual que en Macondo, hoy parece imposible concebir una sociedad que no haya hecho de la memoria un deber que está presente en sus políticas estatales. Todo debe ser marcado, nombrado, recordado. Los países con un pasado reciente atravesado por la guerra son los que más se preocupan por diseñar políticas de la memoria y los que no tuvieron guerras o dictaduras en las últimas décadas, indagan en sus orígenes más remotos para mantener viva la memoria. La memoria se vuelve monumento y brota de las calles como placa o graffiti; está en los estantes de las librerías y en los currículos escolares; se hacen películas y se componen canciones en su nombre.
Todas estas acciones se reproducen como un deber moral que buscan evitar que caigamos enfermos, como los habitantes de Macondo, en la peste del insomnio y en su inevitable consecuencia: el olvido. Sin embargo, el olvido no es una consecuencia de la falta de memoria, sino de la pérdida de ésta. Por tanto, la memoria como política no es una lucha contra el olvido, sino una lucha contra el desconocimiento, la invisibilización o lo que resulta más complejo: contra los mecanismos de anulación de crímenes que se cometieron en un contexto de violencia y poder.
Comprender la función de la memoria como un instrumento que devela injusticias anuladas en el tiempo y no necesariamente “olvidadas”, pone de manifiesto los alcances que ésta tiene en el presente. De igual manera, esta función también evidencia los usos que puede tener la memoria al ser una construcción cuya carga narrativa puede estar atravesada por una ficción del pasado. Así, la memoria sustituye a la historia, sino que determina la forma en que nos relacionamos con el pasado, y también la forma con que otros quieren que nos relacionemos con él
Por eso la relación entre memoria y olvido no es antagónica, sino dependiente. Hay que poseer el recuerdo para perderlo. En este orden, las políticas de la memoria no buscan «salvar del olvido», sino construir un relato que dé sentido al presente en función del pasado. Estas políticas pueden pensarse como la materialización de la máquina para la memoria soñada por José Arcadio en Cien años de soledad, con la diferencia de que esta máquina no busca mantener, exclusivamente, la experiencia de lo vivido, sino transmitir también un pasado vivido por otros y sobre el cual se quiere construir un consenso. La pregunta que debemos hacernos no está en los alcances que pueda tener la memoria, sino en los usos que puedan darle a esa máquina. Alguien moverá la manivela y cambiará las fichas que girarán produciendo el sentido del pasado. Esa persona, al hacer memoria de las experiencias de otros, llenará los intersticios del olvido con sus interpretaciones, con retazos de la historia y con algo de ficción que de sentido a lo narrado.

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